Por Guillermo Pellegrini, Lic. en Ciencia Política
Lamentablemente, el verbo “participar” corre el grave riesgo de convertirse, de una hermosa palabra cargada de significado, en un slogan, en una herramienta usada para la obtención de un resultado inmediato, en este caso, usada para obtener “descompresión” es decir alivio de tensiones y consecuentemente, tiempo, fundamentalmente tiempo.
Ann Owen nos dice que la democracia participativa tiene un efecto en la felicidad de las personas. Esto ocurre pues la democracia brinda la oportunidad a los ciudadanos de participar en las decisiones políticas. Por lo tanto participar hace muy felices a las personas. ¿Será así?
En todos los lugares y niveles, clubes, grupos, logias, instituciones, el tema de la participación está sobre el tapete de las discusiones y como ocurre frecuentemente, la confusión sobre efectos, causas y fines (a veces manejada intencionalmente y otras no) envuelve al término en sus sutiles redes y la imagen es totalmente ajena a la realidad.
Toda persona participa cuando su sentimiento y acción se suman a un conjunto de la sociedad. En este sentido en mayor o menor medida participamos en la vida colectiva y nos sentimos satisfechos aunque lo nuestro sea muy humilde o para conformarnos. Está de moda, “queda bien”, opinan todos sin conocer los temas, mucho se debe también a la búsqueda de protagonismos, quiero llegar, quiero ser “alguien”, necesito una identidad social. Los medios de comunicación también hacen su aporte, dale, anda involúcrate.
Lo que se propugna acá sería la participación en las decisiones y en la ejecución de las mismas, participación con compromiso responsable. En nuestro caso nos referimos a una participación más concreta del ciudadano en los asuntos públicos. Ocurre que la tan mentada participación, se nos está apareciendo, como el remedio total y definitivo de nuestros “males” (por lo menos) nuestros “males” políticos; como el camino por el cual llegaremos a la tan ansiada “auténtica democracia representativa” y, cumpliremos nuestro “destino de grandeza”, todo esto por supuesto con la consabida cuota de sacrificio, “solidaridad” y “espíritu de desinterés” que caracterizan al “extraordinario grupo humano que constituimos”.
Todas esas rimbombantes frases (aunque dichas y oídas con el mayor respeto y sensibilidad) nos provocan íntimamente la inevitable pregunta… ¿y cómo ?… Porque la mecánica para lograr esa participación debe existir y seguramente existe, si ¿pero cómo?
Largos y arduos debates de grupos estudiantiles, de organizaciones sindicales, de corrientes políticas, nos muestran bien a las claras la ausencia, casi sistemática de esa forma de aplicación que nos ayude a sacar al término de su abstracción idiomática y podamos así ubicarlo en el plano de las formas políticas concretas.
El vacío y la ausencia se producen, porque antes de la idea de la participación, es necesario explicar, resolver, lograr, la idea de la integración nacional.
Pero para ello es necesario reconocer (cosa que pareciera nos cuesta bastante) que no estamos políticamente integrados. Hoy Argentina y el mundo tienen una identidad diversa, no homogénea, por lo que se necesitan políticas de estado vinculadas a la diversidad y la igualdad de derechos. La integración es un gran esfuerzo mutuo, donde los inmigrantes deben trabajar con la sociedad establecida. La integración social es el proceso durante el cual los recién llegados, las minorías o los marginados, excluidos del sistema en el interior profundo del país, que viven una especie de separación, de grieta; se incorporan a la estructura social establecida.
Nos explica Richard Nee en su moderno tratado de 1997 sobre este delicado y complejo tema.
La distancia mental y material que separa al interior del país, esos profundos abismos, esa siesta histórica, existentes entre los grupos básicos de nuestra estructura comunitaria, son ejemplos que deberían hacernos reflexionar sobre el hecho de que integrar políticamente, debe constituirse en esquema prioritario del que sobrevendrá, como efecto –y no por decreto– a la natural participación que es consecuencia de todo cuerpo social bien constituido, es decir bien integrado. Proceso pendiente, ineludible para cualquier forma de progreso y sistema que se quiera implantar.
Por supuesto, integrar es mucho más difícil que hacer participar… pero es más sano.
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